sábado, 12 de noviembre de 2011

La época de la imagen del mundo

En el texto La época de la imagen del mundo Heidegger trata temas como los fenómenos que acompañan a la Era Moderna y en que se distingue de los demás periodos. La denomina como época de la imagen del mundo porque en ella, el mundo se convierte en una representación para el sujeto. Con dicha representación, el ser de los entes pasa de los entes a la representación del sujeto. Es decir, el ser del ente no se busca en el ente mismo, sino en la razón del sujeto que se pregunta por el ser del ente.
Heidegger inicia diciendo que la metafísica fundamenta una era dándole una determinada interpretación a lo ente; así como una determinada concepción de la verdad. Con estas interpretaciones le procuran el fundamento a la verdad. Cada época tiene ciertos fenómenos que ocultan el fundamento metafísico de la época. Los de la época moderna son: la ciencia (ponerle numero a todo, todo es una magnitud), la técnica mecanizada (maquinas que buscan las causas), la introducción del arte en el horizonte de la estética (el arte por gusto y no por obtener algo), el obrar humano concebido como cultura (mayor movilidad social que define diferente la identidad) y la desdivinización o perdida de dioses (la religión no desaparece pero sus leyes ceden lugar a las de la técnica).

Para Heidegger, si se logra alcanzar el fundamento metafísico que fundamenta a la ciencia moderna, también será posible encontrar la esencia de la era moderna. Se pregunta entonces cuál será esencia de la ciencia, a lo que responde que la investigación, que a su vez tiene como esencia el propio conocer cómo proceder anticipador. La ciencia se ve atravesada por el proceso del rigor,  aunque pueden ser inexactas, como las ciencias del espíritu y aún así ser rigurosas, y de hecho, necesariamente inexactas para ser rigurosas.
Además, toda ciencia debe estar fundada sobre un sector de objetos bien delimitado y debe especializarse en el desarrollo del proyecto por medio de su método. La ciencia también está determinada por el proceso de la empresa. La empresa es un fenómeno que hace que ninguna ciencia sea reconocida en tanto no haya sido capaz de llegar a los institutos de investigación. Con la ciencia como empresa el investigador toma el lugar del sabio, pues no queda lugar para la erudición. La ciencia sólo llega a ser investigación cuando la verdad se transforma en certeza de representación. Ciencia e individuo tienen una relación, pues aquella le permite a éste instalarse en el mundo, pero al mismo tiempo le permite conocerlo.

Otra de las características de la  la época moderna el hombre se convierte en el ente en el centro de referencia en el cuál se fundamenta todo lo demás. Es Descartes quien pone al hombre en el centro de la representación de lo ente y genera la concepción de hombre que no reconoce otra medida ni otra dependencia que sí mismo. El hombre se convierte en el ente supremo, como la Idea del Bien o el Dios de los medievales. Heidegger menciona que la novedad no es tanto la posición que ocupa el individuo, sino que la ocupa por sí mismo. Ya no es el ens creatum, sino el representante de lo ente en sentido objetivo.
Así pues, la metafísica antigua y medieval pensaban el mundo en términos distintos a los de la época moderna. Para un griego, interpretar el mundo era volverse como el mundo; en cambio, la metafísica moderna interpreta al hombre como ente supremo, como subjetum, frente al que todo se convierte en objeto y al mundo como su representación. Esta forma de concebir el mundo tiene como consecuencia el surgimiento de la subjetividad y el relativismo. Para Heidegger, las características principales de la Edad Moderna es que el mundo se convierte en imagen y el individuo en subjetum. Se puede concluir entonces, que en la Edad Moderna hay una reinterpretación del mundo y lo ente, y un cambio en la manera en que podemos conocerlos.

Bibliografía
Heidegger, Martín, La época de la imagen del mundo en Caminos de Bosque, Odós, Barcelona, 1994, pp. 63-90.

La relatividad ontológica de Quine

Según Quine, la ontología de una teoría es relativa porque “especificar el universo de una teoría sólo tiene sentido relativamente a alguna teoría de fondo”[1]. Esto quiere  decir que no existe una ontología absoluta que nos diga que objetos son los que existen en el mundo, sino que el objeto existente dependerá de la teoría que lo nombre. Además, toda ontología será doblemente relativa, ya que “especificar el universo de una teoría sólo tiene sentido relativamente a alguna teoría de fondo, y sólo relativamente a una elección de un manual de traducción de una teoría a otra”[2]. Es pertinente aclarar que con ontología, Quine se refiere a la ontología de una teoría.
Con la indeterminación de la traducción se vio que toda traducción es indeterminada debido a que la referencia última es inescrutable. Si bien es cierto que al señalar ciertos objetos no quedará duda respecto al objeto al que nos referimos, por ejemplo, el agua; en la mayoría de los casos no será tan clara la referencia del objeto. Quine ponía como ejemplo el caso del conejo, donde el traductor señalaba un conejo mientras preguntaba a un nativo: ¿gavagai? El nativo asentía, pero el problema era que resultaba imposible saber cómo interpretaba la palabra gavagai. No era posible saber si interpretaba lo señalado como conejo,  como parte de conejo o como estado de conejo. Ante la falta de una conducta verbal que establezca distinción entre traducciones, se concluía que hay una indeterminación de la traducción. Esto significaba que no existen traducciones exactas, pues cada sistema puede dar significados diferentes a una misma expresión. Con ello, se probó que la ostención no basta para dar significado a un objeto, pues la referencia entre objetos y las palabras no está determinada. Por tanto, cada persona describirá y dará diferente significado a las cosas.
La consecuencia epistemológica es que, del mismo modo, cada disciplina tendrá una visión particular del objeto, y por tanto, una teoría particular. Para Quine, somos “incapaces de decir en términos absolutos cuales son los objetos”[3], por lo que no tiene sentido decir cuáles son los objetos de una teoría absolutamente hablando, “sino como una teoría de objetos es interpretable o reinterpretable en otra”[4]. Cada teoría tendrá su ontología u ontologías, de las cuales se podrá hablar pero sólo “relativamente a una teoría de fondo con su propia ontología primitivamente adaptada y últimamente inescrutable”[5] y nunca con respecto a una ontología absoluta, pues como se decía, somos incapaces de decir de un modo absoluto, cuales son los objetos que existen en al mundo  Además, cada teoría podrá elegir cómo traducir la teoría de su objeto a la teoría de fondo y la teoría de fondo también será relativa. Así pues, con la relatividad ontológica, Quine reconoce que toda ciencia representa el conocimiento de lo real, pero que toda ontología será siempre relativa a esa ciencia.

Bibliografía

Ferrater Mora, José,” compromiso ontológico”, en Diccionario de Filosofía, tomo IV (Q-Z) [nueva edición revisada, aumentada y actualizada por el profesor Josep María Terricabras], 3ra reimp, Ed Ariel, Barcelona, 2004, pp. 3555-3556.
Quine,  W. V, “Relatividad ontológica” en La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1974, p. 43-91.
Quine,  W. V, “Acerca de lo que hay” en Desde un punto de vista lógico, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 25-47.


[1] Quine,  W. V, Relatividad ontológica, en La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1974,76.
[2] Ibid, p.76.
[3] Ibid, p.89.
[4] Ibid, p.70.
[5] Ibid, p.71.

El compromiso óntico de Quine

¿Qué debemos entender por compromiso óntico? Se le da el nombre de compromiso óntico o compromiso ontológico “al resultado de la actitud según la cual se acepta que hay tales o cuales entidades”[1]. El compromiso ontológico  es filosóficamente fundamental “porque pone de relieve qué géneros de entidades se aceptan como reales”[2]. Para Quine, el criterio es que, ser asumido como entidad “significa pura y simplemente ser asumido como valor de una variable”[3]. Quine se opone a que el uso de nombres se constituya como criterio, pues los nombres pueden convertirse en descripciones y las descripciones ser eliminadas. Además, todo lo que pueda decirse son ayuda de nombres “puede decirse también en un lenguaje que no los tenga”[4].

Para Quine, el problema ontológico se reduce a la pregunta ¿qué hay? Usualmente se responde que hay lo que hay. Ahora bien, ¿cuándo podremos decir que una hay una cosa o que cierta entidad existe?  Comúnmente se cree que se debe ser para significar, sin embargo, el autor nos dice que ser el nombre de algo es diferente a ser significativo y que no debemos seguir trabajando “bajo la ilusión de que la significatividad de un enunciado que contiene un término singular presupone una entidad nombrada por el término en cuestión”[5]. De tal suerte, `pegaso´ tiene significado por sí mismo,  independiente de la entidad que nombra, esto es, un caballo con alas.
La  confusión entre significar y nombrar provoca la creencia de que no se puede negar la existencia de algo sin caer en un sinsentido y que por tanto, lo negado existe. Con el criterio ontológico de Quine, lo que hay no depende del lenguaje y se puede aceptar que hay “x” entidades, sin decir nada acerca de otras entidades. Lo anterior no quiere decir que se excluyan tales otras entidades, pero tampoco quiere decir que se aceptan. Por ejemplo, para que la afirmación algunos perros son blancos´ sea verdadera, la variable `algunos´ debe incluir `algunos perros blancos´ pero no la perreidad ni la blancura[6]. En este caso no excluimos a la perreidad y la blancura pero tampoco la aceptamos, sencillamente no se dice de tales entidades si las hay o no las hay. Pero suponiendo que decimos que algunas especies zoológicas son cruzables, nos comprometemos a reconocer como entidades las especies por abstractas que sean, ya que forman parte de nuestro discurso. Por lo tanto, una teoría “está obligada a admitir aquellas entidades- y sólo aquellas- a las cuales tienen que referirse las variables ligadas de la teoría para que las afirmaciones hechas en ésta sean verdaderas”[7]. A lo anterior se suma que con el compromiso ontológico de Quine carece de sentido preguntar qué hay, y en su lugar se debe preguntar: ¿qué dice una teoría o discurso que hay?


[1] Ferrater Mora, José,” compromiso ontológico ”, en Diccionario de Filosofía, tomo IV (Q-Z) [nueva edición revisada, aumentada y actualizada por el profesor Josep María Terricabras], 3ra reimp, Ed Ariel, Barcelona, 2004,
[2] Idem.
[3] Quine, W. O,  Acerca de lo que hay en Desde un punto de vista lógico, Tecnos, Madrid, 1974, p. 39.
[4] Idem.
[5] Ibid, p. 34.
[6] Vid, Quine, W. O, op. cit, p.40..
[7] Idem.








Bibliografía

Ferrater Mora, José,” compromiso ontológico”, en Diccionario de Filosofía, tomo IV (Q-Z) [nueva edición revisada, aumentada y actualizada por el profesor Josep María Terricabras], 3ra reimp, Ed Ariel, Barcelona, 2004, pp. 3555-3556.
Quine,  W. V, “Relatividad ontológica” en La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1974, p. 43-91.
Quine,  W. V, “Acerca de lo que hay” en Desde un punto de vista lógico, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 25-47.

Distinción entre epistemología fundacionalista y la epistemología naturalizada

La diferencia entre la epistemología fundacionalista y la epistemología naturalizada es que aquella pretende fundamentar a la ciencia natural; contenerla y construirla; además se presenta cómo más firme y anterior a la ciencia. Por su parte, la epistemología naturalizada se considera dentro de la ciencia natural, contenido por ella; abandonando las pretensiones de fundamentar a la ciencia. Así pues, con la epistemología fundacionalista se hace la epistemología de la ciencia natural. Por el contrario, con su naturalización, pasa a ser la ciencia natural de la epistemología[1].

Quine nos dice que la epistemología se ocupa de fundamentar la ciencia. Los estudios sobre cualquier ámbito de la ciencia se dividen en dos clases: conceptuales y doctrinales. Aquellos se ocupan del significado, y éstos, de la verdad; es decir, el lado conceptual se ocupa de conocer lo que una sentencia significa y el doctrinal de saber si es verdadera. Uno y otro parten de la claridad y distinción hacia lo que se presenta más oscuro. Así, el estudio conceptual clarifica conceptos definiéndolos en función de los más claros y distintos. Por su parte, el estudio doctrinal, parte de las leyes más obvias a las menos obvias. Ambos ideales se encuentran ligados, pues “si se definen todos los conceptos usando algún subconjunto más favorecido de ellos, se muestra por tal modo cómo traducir todos los teoremas a estos términos más favorecidos”[2]. Se supone entonces que cuanto más claros sean los términos utilizados, más verosímil será que las verdades que expresan sean obviamente verdaderas. El problema de la división de los estudios sobre la fundamentación de la ciencia, es que no proporciona “lo que el epistemólogo desearía que proporcionase: no revela el fundamento del conocimiento [...]”[3].

Pese a ello, el método no deja de resultar útil y aplicable a la epistemología del conocimiento natural. Así, si las matemáticas se reducen a lógica o a lógica y teoría de conjuntos, el conocimiento natural se basa en la experiencia sensible. Cuando explicamos la noción del cuerpo en términos sensoriales tenemos el lado conceptual; y cuando justificamos nuestras verdades de la naturaleza en términos sensoriales, tenemos el lado doctrinal[4]. Incluso Hume considero el conocimiento natural desde el lado conceptual y el lado doctrinal. Del lado conceptual, identifico los cuerpos con las impresiones sensibles.             Pero por el lado doctrinal, al tratar de justificar las verdades, los juicios sobre el futuro no incrementaron su certeza por estar construidos sobre experiencia sensibles. Quine nos dice, que del lado doctrinal no se ha llegado más lejos de lo que llego Hume, por la razón que sigue: los empiristas tienen como principios esenciales “que la evidencia, cualquiera que ésta sea, que hay para la ciencia, es evidencia sensorial”[5]  y que “toda inculcación de significados de palabras ha de descansar, en última instancia, en la evidencia sensible”[6], pero dieron por imposible el poder deducir las verdades de la naturaleza a partir de la evidencia sensorial; pues esta era insuficiente para justificar el conocimiento humano. De esta manera, se reconoció que “el proyecto de fundamentar la ciencia natural sobre la experiencia inmediata de una manera firmemente lógica carecía de toda esperanza”[7]. Dada entonces la imposibilidad de justificar el conocimiento con base en las percepciones sensibles, la epistemología fue etiquetada como inútil y los problemas de conocimiento, como inexistentes.
Sin embargo, para Quine, la tarea de la epistemología no como fundadora de la ciencia, sino como parte de la ciencia natural, con el sujeto humano físico como objeto de estudio. Con la epistemología naturalizada, es decir, como parte de la ciencia natural,  “perseguimos un entendimiento de la ciencia como una institución o progreso en el mundo, y no pretendemos que ese entendimiento vaya a ser mejor que la ciencia que es su objeto”[8]. Así, si la epistemología fundacionalista  trataba de fundamentar la ciencia por medio de la reconstrucción racional, que posibilitaba una reducción epistemológica en términos observacionales y lógico matemáticos; con la naturalización de la filosofía, se abandona la ambición de fundar una filosofía sea más firme y anterior a la experiencia del sujeto.

Bibliografía
Quine, Quine,  W. V, Naturalización de la epistemología, en La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1974, p. 93-119.



[1] Quine, Quine,  W. V, Naturalización de la epistemología, en La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1974,p.110
[2]Ibid, p. 94.
[3] Ibid, p.95.
[4] Vid, idem.
[5] Ibid, p. 100.
[6] Idem.
[7] Ibid, p.99.
[8] Ibid, p. 111.

El conocimiento probable de David Hume

Tras analizar la idea de causalidad, Hume se muestra escéptico con respecto a la idea de que el conocimiento pueda alcanzar el grado de necesario. Para él, el conocimiento será solamente probable. Esto debido a que muchas leyes tienen base en la creencia de que existe la relación de causa y efecto, pero en realidad las cosas son anteriores o posteriores a otras. A continuación explicaremos como llego a la conclusión.
Para Hume, “todo razonamiento no consiste más que en la comparación y en el descubrimiento de las relaciones constantes o inconstantes que dos o más objetos mantienen entre sí”[1]. Las relaciones filosóficas existentes son: semejanza, identidad, relaciones de tiempo y lugar, relación de cantidad o número, grados en alguna cualidad, oposición, y finalmente, causalidad. Ésta última es la única “que puede ser llevada más allá de los sentidos o informarnos de existencias y objetos que no podemos ver o tocar”[2]. Es por ello que Hume considera que se debe estudiar y explicar dicha relación, empezando con encontrar de donde procede.
            Lo que encuentra en la relación de causalidad, es que entre los objetos que se consideran causa y efecto, siempre hay una contigüidad y que la causa es siempre anterior al efecto. Aunque hay una relación más, que es la de conexión necesaria, es decir, la idea de que existe una relación entre la causa y el efecto. Ahora bien, la relación de causa y efecto no se encuentra implícita en las cualidades conocidas de los objetos, ya que “cuando dirijo mi vista a las cualidades conocidas de los objetos descubro inmediatamente que la relación de causa y efecto no depende en lo más mínimo de ellas”[3]. No hay nada en los objetos que me digan algo sobre la relación de causalidad.

Lo anterior, hace que se haga dos preguntas. La primera pregunta es: ¿por qué se asegura que algo que ha empezado a existir debe tener una causa? En segundo lugar se pregunta: ¿porqué ciertas causas particulares deben tener ciertos efectos particulares? Con respecto a la primera cuestión, Hume se muestra en contra de la tesis que asegura que todo lo que existe tiene una causa, ya que para él nunca podremos demostrar “la necesidad de la causa de cada nueva existencia […] sin mostrar a la vez la imposibilidad que existe de que algo pueda comenzar a ser sin algún principio productivo”[4]. Para Hume, concebir que todo lo existente debe tener necesariamente una causa es errónea, pues tal idea no es cierta, tanto intuitiva, como demostrativamente. Ahora bien, ¿por qué concluimos que tales causas tendrán tales efectos?  ¿De dónde provendrá entonces la idea de relación de causalidad? La respuesta es: de la observación y la experiencia, y nunca de un razonamiento científico[5]. De hecho, la idea de causalidad es falsa, ya que no hay eventos que sean causa o efecto de otros, sino que son anteriores o posteriores al otro. Intentaremos explicarlo.

Nuestra mente está llena de ideas e impresiones. Por medio de la memoria podemos recordar ciertas ideas e impresiones y por medio de la imaginación, unirlas. En muchos casos, tenemos impresiones de objetos que siempre van acompañadas de otros objetos, que son contiguos y sucesivos. Así pues, tenemos la impresión de fuego y calor. Cada vez que estamos cerca del fuego, sentimos el calor. Sucede entonces que cada vez que “recordamos su unión constante en todos los casos pasados […] llamamos a los unos causas y a los otros efectos e inferimos la existencia de los unos partiendo de la de los otros”[6]. Por ello es que creemos que la causa del calor que sentimos cuando estamos cerca del fuego, es precisamente el fuego. Incluso cuando imaginamos el fuego de una fogata que haríamos en un futuro, lo imaginamos dándonos calor. Nuestra memoria hace que recordemos ambas sensaciones siempre que pensamos en fuego y lo asociemos a la idea de calor considerándolo su causa, aunque en realidad lo único que podemos asegurar en la relación fuego-calor, es que el fuego es anterior al calor, o que el calor es posterior al fuego, pero nunca que uno es la causa o el efecto del otro. De esta manera, se concluye que todos nuestros razonamientos referentes a las causas se fundan en la aplicación del pasado al futuro[7]. De aquí que Hume considere que la relación de causa y efecto tenga base no en la razón, sino en el hábito.

¿Qué implicaciones tiene lo anterior para el conocimiento que podamos adquirir? Primeramente, que el hábito es fundamental para poder conocer, pues sin él, nuestro conocimiento se referiría solamente al pasado. En segundo lugar, que el conocimiento es solamente probable;  debido a que no se puede conocer nada de un objeto del cual no se ha tenido experiencia, y si ya se ha tenido, no significa que las cosas vayan a suceder siempre así, ya que “no existen argumentos demostrativos para probar que los casos de que no tenemos experiencia se asemejan a aquello de que tenemos experiencia”[8]. Como consecuencia,  las leyes de las ciencias pasan a ser contingentes; ya que pretenden explicar cierto objeto mediante un experimento que indique como se comportará ese objeto en casos futuros. Por ejemplo, la ley de la gravedad nos dice que todo lo que sube tiene que bajar. La experiencia confirma que la ley es cierta, pero ya se vio que una vez no significa que así sucederá siempre. Por lo tanto no es necesaria, sino probable. Así pues, Hume concluye que el conocimiento nunca será sólido y estable, sino una torre de naipes, que quizá sea muy bonita y que nos ha costado mucho trabajo formar, pero que puede venirse abajo en cualquier momento.




Bibliografía
Hume, David, Tratado de la naturaleza humana Tomo I, Gernika, México, 1999, pp. 95-127, 168-205.

Hartnack, Justus, La teoría del conocimiento de Kant, 9ª ed, Cátedra, Madrid, 2006, pp. 12-17.



[1] Hume, David, Tratado de la naturaleza humana, Gernika, México, 1999, p. 100.
[2] Ibid, p.102.
[3] Ibid, p.112.
[4] Ibid, p. 108.
[5] Vid, ibid, p.112.
[6] Ibid, p. 119.
[7] Ibid, p. 185.
[8] Ibid, p. 121. 

sábado, 4 de junio de 2011

Las ideas para Hume

Las ideas  son copias de las impresiones sensibles que se almacenan en la mente. Para Hume la mente humana está llena de percepciones, divididas en dos géneros: impresiones e ideas.  Éstas se distinguen entre sí por el grado de fuerza con que se presentan en nuestro espíritu. De esta manera, las impresiones son “las percepciones que penetran con más fuerza y violencia”[1]. Tales impresiones son nuestras sensaciones, pasiones y emociones, por ejemplo, cuando me quemo con el fuego. Por su parte, “las imágenes débiles  en el pensamiento y razonamiento” [2] de las impresiones, son las ideas.  Podemos ponerlo así: las impresiones son sentir; las ideas, pensar.
            Las impresiones pueden ser simples (un color) o complejas (un paisaje). Las simples no pueden separarse, mientras que las complejas sí.  Las ideas e impresiones se corresponden unas a otras, pero sólo se corresponden exactamente en su forma simple. Por ejemplo, la impresión de un color y la idea de ese color son siempre iguales, pero la impresión de un paisaje no necesariamente es idéntica a su idea. Incluso puede ser que una idea compleja no tenga su impresión correspondiente, cómo sería la idea de un estofado de catobeplas. Las impresiones siempre son “las causas de nuestras ideas y no nuestras ideas de nuestras impresiones”[3]. Dicha tesis se prueba cuando nos damos cuenta de que un ciego o un sordo de nacimiento, al verse privado de sus sentidos no pueden percibir y pierde las impresiones, lo que le imposibilita para formarse ciertas ideas. Puede, sin embargo, existir algún caso en que se pruebe que no es posible, aunque no por eso se debe desechar la hipótesis[4]. Hume enfatiza que las impresiones antecedan siempre a las ideas, negando con ello el innatismo, ya que toda idea será siempre un producto de la experiencia.
           
Cuando almacenamos las impresiones en nuestra mente, las podemos reproducir con la memoria o con la imaginación. Cuando lo hacemos con la memoria, las reproducción conserva algo de la vivacidad con que se presento al espíritu, mientras que, con la imaginación, toda vivacidad se ha perdido. La imaginación puede variar a placer el orden y forma de las impresiones, mientras que la memoria no. Las ideas simples pueden asociarse para formar ideas complejas. Dicha asociación no es al azar, sino por ciertas cualidades, que son: semejanza, contigüedad en tiempo y causa y efecto. Las ideas complejas se dividen en ideas de relaciones, de modos y de substancias.
            Las ideas de relaciones son las que “en la unión arbitraria de dos ideas de la fantasía, consideramos apropiado compararlas”[5]. Las cualidades que hacen posible una comparación son: semejanza, identidad, espacio y tiempo, cantidad, grados de cualidad en común, oposición y causa y efecto.  Las ideas de modos son las ideas complejas que describen cualidades de las cosas, como la belleza. Por su parte, la idea de substancia no es más que “una colección de ideas simples que están unidas a la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas”[6]. Suponemos que hay algo desconocido a lo que son inherentes las cualidades de las cosas y por ello formamos la idea de substancia.


[1] Hume, David, Tratado de la naturaleza humana, tomo I, Gernika, México, 1999, p. 11.
[2] Idem.
[3] Ibid, p. 16.
[4] Vid, ibid, p.17.
[5] Ibid, p.26.
[6] Ibid, p.31.

domingo, 3 de abril de 2011

Maestro Eckhart: Sobre la soledad.


Juan Eckhart o Maestro Eckhart nació hacia el año 1260 en Hochheim (Tubinga). Hizo un gran esfuerzo por justificar racionalmente la fe y considero que la mística era la única puerta para acceder a la verdad revelada, ya que ésta es inalcanzable para la filosofía. En el texto Sobre la soledad, habla de la soledad como virtud suprema y expone las razones por las cuales la considera como tal.
Eckhart empieza diciendo que ha leído diversos escritos, tanto paganos como de profetas del Antiguo y Nuevo Testamento, con la intención de encontrar en ellos cuál es la mejor y más alta virtud. Con ello se refiere a aquella “por la cual el hombre llega más intensamente a asemejarse a Dios y a hacerse de nuevo lo más igual posible al tipo originario que estaba en Dios”[1]. Muchos autores dicen que tal virtud es el amor, pero Eckhart considera que es la soledad por dos motivos: en primer lugar, con la soledad como virtud, Dios puede entrar más fácilmente en mi, ya que “todo ser está de buen grado en el lugar que le es propio; el lugar natural y propio de Dios es la unidad y pureza; pero estas se basan en la soledad, por eso Dios no puede no darse a un corazón que se ha hecho solitario”[2]. En segundo lugar, “si el amor me induce a padecer cualquier sufrimiento por amor de Dios, la soledad me induce a abrirme a Dios. Y esto es muy superior. Pues con el dolor sigue habiendo siempre una relación con la criatura por la que sufro; en cambio, la soledad es liberación de toda criatura”[3]
También es superior a la humildad, ya que es posible la humildad sin la soledad, pero no la soledad sin la humildad. Y si la humildad tiende a anular nuestro yo, la soledad pasa tan cerca de la nada que no hay diferencia entre la soledad perfecta y la nada. Además, la humildad perfecta se somete a las criaturas, “pero con ello el hombre sale de sí hacia una criatura; la soledad en cambio, permanece en sí misma”[4]
De la misma manera, la soledad también está por encima de la piedad, ya que “la piedad corresponde a la salida de sí del hombre para ir al encuentro de las miserias de su prójimo y permanecer turbado por ellas en su corazón”[5]. La soledad en cambio, permanece siempre en sí y no se deja turbar. Con lo anterior, Eckhart considera haber dejado en claro que la soledad es la virtud más alta y más privada de defectos.
Ya que se ha concluido que la soledad es la mejor virtud, es conveniente preguntarnos qué es la soledad. Pues bien, la soledad implica que “el espíritu en todo lo que le sucede, de bueno y malo […] está tan inmoto como un monte inmenso ante un leve vientecillo”[6]. Esa capacidad de estar inmoto ante lo que sucede, hace que el hombre se parezca más a Dios, pues es de la soledad de donde proviene su pureza e inmutabilidad. La soledad es necesaria si quiere ser semejante a Dios. Eckhart lo puntualiza de la siguiente manera: “estar vacio de toda criatura significa estar lleno de Dios, estar lleno de las criaturas significa estar vacio de Dios”[7]. Así pues, la soledad nos hace parecernos a Dios, pues él siempre ha permanecido solitario e inmóvil. De tal suerte que las plegarias alcanzan tan poco la soledad de Dios, que es como si no existieran en absoluto. No por realizar plegarias queda mejor dispuesto o más indulgente hacia el hombre, que si no hubiese dicho nunca plegarias ni realizado obras buenas. Pero si esto es así, ¿por qué quiere Dios que dirijamos plegarias para cada cosa? La respuesta es la siguiente:

En una primera visión eterna […] Dios contemplo cómo habrían de suceder  todas las cosas, y con la misma mirada vio […] la más pequeña plegaria y obra buena que el hombre haría, vio que plegaria y devoción acogería él, vio que tú mañana lo invocarías con urgencia y le rezarías devotamente. Pero tal invocación y tal plegaria Dios no la oirá sólo mañana; la ha oído en toda su eternidad, mucho antes de que tú fueses hecho hombre. Y si tu oración no es honrada y sincera, no te rechaza Dios ahora; te ha rechazado desde la eternidad”[8].

Volviendo al tema de la soledad, ye hemos visto que es, porque es la virtud suprema y en que hace semejante a Dios. Ahora bien, ¿cuál será el objeto de la soledad? La respuesta es: proceder hacia la pura nada, para que Dios pueda obrar en nosotros del todo, según su voluntad. El objeto de la soledad es prepararnos para que Dios pueda actuar en nosotros, pues un corazón lleno de cosas impide la acción plena de Dios. Si este es el objeto de la soledad, ¿no queda en entredicho la omnipotencia de Dios? No, pues es omnipotente, pero no actúa igual en una piedra que en nosotros. Por lo tanto, para preparar mejor el corazón, éste debe basarse sobre una pura nada. Eckhart también dice que un corazón en soledad no debe tener oración, pues orar es pedir que se le dé algo o que se le quite algo, y un corazón en soledad, nada desea y de nada quiere eximirse. Así pues, en resumen, la soledad es la mejor virtud, pues nos aleja de las criaturas (lo que nos acerca al Creador), purifica el alma y la conciencia, rechaza toda cosa creada y unifica el alma con Dios.


[1] Eckhart, Maestro, Sobre la soledad en Zolla, Ellemire, Los místicos de Occidente, vol. II, Paidos, Barcelona, 1997, p.295.
[2] Ibid, p.296.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Ibid, 297.
[6] Ibid, p. 298.
[7] Idem.
[8] Ibid, p. 299.