domingo, 17 de junio de 2012

Meditaciones metafísicas


1.- ¿Por qué Descartes decide pensar que todo (el mundo y él mismo) es una ilusión y ensueño? 
Descartes dice que desde su niñez ha admitido como verdaderas una multitud de opiniones falsas y en consecuencia, todo lo que ha edificado posteriormente resulta dudoso e incierto. Por tal motivo, decide llevar a cabo la empresa de deshacerse de todas esa opiniones y empezar de nuevo, pero esta vez, sobre cimientos más firmes. Dado que todo su conocimiento ha sido aprendido por medio de los sentidos pero estos resultan engañosos en muchas ocasiones (por ejemplo cuando vemos el sol en el cielo y nos parece más pequeño de lo que en realidad es), debe ponerse en duda todo aquello que conozcamos por medio de ellos. Incluso se debe dudar de las verdades matemáticas, pues si bien no dependen de los sentidos, puede que exista un genio maligno omnipotente que nos engañe. Así pues, es necesario dudar de todo ya que de otra manera, no será posible establecer el conocimiento sobre suelo firme.
           

2.- ¿Bajo qué razonamiento llega Descartes a su cogito ergo sum? 
Una vez que Descartes se ha propuesto dudar de todo, llega a la conclusión de que lo único de lo que no puede dudar es de que duda. Pues aún cuando un genio maligno que lo engañara, nunca conseguiría hacer que fuera nada en tanto el pensara que es algo. Ahora bien, si le ha sido posible dudar de todo es sin duda porque es algo, a saber, una cosa que piensa. ¿Qué significa una cosa que piensa? “Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también imagina y siente”[1]. Así, Descartes llega al punto firme que nada puede poner en tela de juicio.

3.- ¿Qué es una idea y puede haber ideas falsas?
Es un contenido de la mente capaz de representar algo. Puede decirse también que es un pensamiento que es como la imagen de la cosa. Existen tres clases de ideas: innatas (Dios), las que vienen de fuera o adventicias (un árbol) y las ficticias o creadas por el hombre, por ejemplo, la de un animal sumamente elástico, a saber, el resorteronte. Las ideas en sí mismas no falsas en tanto se consideran solamente a sí mismas, sin referirlas a otra cosa.

4.-¿Qué es el error y de dónde nace?
El error un defecto del espíritu humano que nos conduce hacia lo falso. Según Descartes, el error tiene su nacimiento en el hecho de que la voluntad, siendo más amplia y extensa que el entendimiento, no se contiene dentro de los mismos límites, sino que se extiende a las cosas que escapan de su comprensión. De esta manera, el error es imputable al hombre y no a Dios, pues éste nos ha dado facultades que funcionan bien, pero el mal uso que de ellas se hace, conducen al error.

5.- ¿Qué es lo verdadero para Descartes?
Lo verdadero es aquello claro[2] y distinto[3]. Dicho de otra manera, será verdadero todo aquello que nuestro entendimiento conciba clara y distintamente[4].

6.- ¿Cómo demuestra Descartes la existencia de las cosas materiales?
Descartes dice que tenemos una facultad que nos permite percibir y reconocer las ideas de las cosas sensibles. El intelecto se sirve de esta facultad para reflexionar sobre el mundo. Si este poder de adhesión al mundo que ejerce la facultad imaginativa y las facultades sensibles nos engañase, habría que concluir que Dios, que nos ha creado y dado dichas facultades, nos engaña. Empero, Dios no puede engañarnos pues se opone a su esencia. Además, la inclinación a creer que las ideas que poseemos parten de las cosas sensibles es tan grande, que no habría manera de justificar ese supuesto engaño. Por tanto, se concluye que las cosas corporales existen.

Bibliografía
Descartes, René, Meditaciones metafísicas, Prisa Innova, 2009, pp.323-431.




[1] Descartes, René, meditación segunda en Meditaciones metafísicas, Prisa Inova, Madrid, 2009,  p.356.
[2] Claro es aquel conocimiento que se presenta de un modo manifiesto a un espíritu atento (Risieri Frondizi, nota 40 a la segunda parte  en Descartes René, Discurso del método, Alianza, Madrid, 2008, p.180).

[3] Distinto es el conocimiento que es tan preciso y tan diferente de todos los demás, que sólo comprende lo que manifiestamente aparece al que lo considera como es debido (Risieri Frondizi, nota 41 a la segunda parte  en Descartes René, Discurso del método, Alianza, Madrid, 2008, p.180).

[4] Descartes lo explica de la siguiente manera:  Dado que toda concepción clara y distinta es sin duda algo y ese algo no puede provenir de la nada, resulta entonces que es obra de Dios. Dado que Dios es sumamente perfecto, sus obras no pueden ser causa de error.  Luego, todo juicio claro y distinto es siempre verdadero (Ver meditación cuarta).

Las tesis de Judith Butler acerca de la construcción del género


Judith Butler considera que el género no es otra cosa que una identidad construida. El género, es la “repetición estilizada de actos en el tiempo, y no una identidad aparentemente de una sola pieza”[1]. Antes bien, el género debe ser entendido “como la manera mundana en que los gestos corporales, los movimientos y las normas de todo tipo, constituyen la ilusión de un yo generizado permanente”[2]. La teoría de Butler es que el género no es una expresión de algo anterior a su constitución, es decir, el sexo, sino que es la misma constitución del género la que promueve la génesis del sexo. Asimismo, Butler plantea que el mismo sexo es una interpretación cultural[3], es decir, la concepción de sexo como algo natural se ha configurado dentro de la lógica del binarismo de género. Con ello desestimo las teorías que entendían al género como la interpretación cultural del sexo[4] y aquellas que insistían en una inevitable diferencia sexual.
Ahora bien, ¿existe un cuerpo sobre el que se pueda actuar? Sí, pero este cuerpo no es meramente material. En este sentido, Butler sigue a Merleau-Ponty, quién considera que el cuerpo, más que una “especie natural”, es una “idea histórica”. Esto quiere decir, que es por medio de una expresión concreta e histórica hecha efectiva en el mundo como este cuerpo cobra significado. Así pues, el cuerpo no es “una identidad en sí o una materialidad meramente fáctica: el cuerpo es una materialidad que, al menos, lleva significado, y lo lleva de modo fundamentalmente dramático”[5]. Puesto en otros términos, el cuerpo es un cuerpo que se hace y se hace mediante actos. Es decir, el cuerpo actualiza un indeterminado número de posibilidades. Esto implica que  su aparición en el mundo no está determinada por ninguna suerte de esencia interior y que su expresión concreta en el mundo se debe entender como el poner de manifiesto y el volver especifico un conjunto de posibilidades históricas. El cuerpo es siempre “una encarnación de posibilidades a la vez condicionadas por la convención histórica, es una manera de ir haciendo, dramatizando y reproduciendo una situación histórica”[6]. Butler encuentra similitudes entre los actos que constituyen al género y los actos performativos en el contexto teatral. De aquí que el género se puede tomar como estilo corporal y resulte  similar a una performance.
 Empero, para Butler antes que una performance, el género sería performativo. En el género como performance, el género sería una actuación y no atributo con el que contaran los sujetos antes de `estar actuando´. Sin embargo, la idea de performance puede resultar equívoca porque esta actuación del género no es una actuación aislada o un acto que podamos separar y distinguir[7]. En cambio, hablar de performatividad del género implica que la actuación es una actuación reiterada y obligada en funciones de unas normas sociales. El género es hacer una identidad que se supone que ya es. Lo que la teoría de Butler sugiere es que el género no está inscrito sobre el cuerpo ni determinado por la naturaleza; el género “es lo que uno asume, invariablemente, bajo coacción, a diario e incesantemente, con ansiedad y placer […]”[8].  
Para Butler, que la realidad del género sea performativa, significa que es real sólo en la medida en que es actuada. Esto significa que por debajo de las expresiones de género, no hay identidad de género a la que recurrir como fundamento. De esta manera, la identidad de género se constituye performativamente por las mismas expresiones que se postulan como el resultado de una previa identidad.
Butler aclara que su interpretación del género no tiene la pretensión de ser una teoría completa acerca de lo que es el género, de la forma en que este se construye o un programa político feminista[9]. Aunque el hecho de representar políticamente a las mujeres es importante, la filósofa señala que debe hacerse de modo que no se distorsione a la colectividad que se supone que la teoría feminista debería emancipar.  En conclusión, la tesis de Butler plantea que si el cimiento de la identidad del género es la repetición estilizada de actos en el tiempo, y no una identidad homogénea, entonces, en la relación arbitraria de esos actos se hallarán posibilidades de transformar el género.






Bibliografía
Butler, Judith, Actos performativos y constitución del género: un ensayo sobre fenomenología y teoría feminista, en Performing Feminisms: Feminist Critical Theory And Theatre, Johns Hopkins University Press, 1990.  pp. 296-314.


[1] Butler, Judith, Actos performativos y constitución del género: un ensayo sobre fenomenología y teoría feminista, p.296 en Performing Feminisms: Feminist Critical Theory And Theatre, Johns Hopkins University Press, 1990.
[2] Ibid, p.297.
[3]  En este sentido es visible la impronta de Michel Foucault, que en su Historia de la sexualidad nos dice que “la noción de `sexo´ hace posible reagrupar en una unidad artificial elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones y placeres, y permite a cada uno utilizar esta unidad ficticia como principio causal”.  Así pone en evidencia que ni la sexualidad ni el sexo son marcas naturales, esenciales e incuestionables, antes bien son complejos conceptos normativos y disciplinarios.
[4] Como Beauvoir, quien consideraba que la mujer no nace, se hace. Para ella, ser hembra es un hecho sin significado alguno. En cambio, ser mujer es haberse vuelto mujer, es decir, obligar al cuerpo a conformarse una idea histórica de mujer.
[5] Butler, Judith, Actos performativos…, p.299.
[6] Ibid, p. 300
[7] Butler plantea el caso del travesti, que en el escenario puede provocarnos placer y aplausos, pero que sentado junto a nosotros puede provocar ira y violencia.  Eso se debe a que en el teatro se dice: “no es más que actuación” y de este modo, trazar las líneas divisorias entre la performance y la vida (cosa que no sucede con el género). En la calle el acto se vuelve peligroso porque no hay convenciones teatrales que delimiten su carácter puramente imaginario.
[8] Butler, Judith, Actos performativos…, p.314.
[9] Ibid, p. 311.

Badiou y la ética moderna


Introducción
La  ética puede ser definida como la doctrina de las costumbres, como una doctrina que dicta el código del bien y el mal o como el reino de los valores. Se puede decir que es la encargada de dictar que conductas son aceptables o rechazables, que nos es lícito hacer y en ocasiones, hasta que nos está permitido pensar. Para Alain Badiou, la ética contemporánea prioriza los derechos del hombre. Derecho a no sufrir, a no ser dañado, a no ser lastimado en su dignidad, etc. El estandarte de esta ética son los derechos humanos, que vigilan y actúan como una policía para que todo lo anterior se lleve a cabo. Sin embargo, para Badiou, lo que se presenta como un discurso de igualdad y que pretende mejorar las condiciones de las personas debe ser puesto en cuestión, pues lejos de ser un discurso secularizado, está ligado a cierta concepción de la ética y consideraciones piadosas provenientes del cristianismo, razón suficiente para ser puesta en cuestión.

Desarrollo
Según Badiou, la ética moderna tiene como referencia principal la ética de Kant y es concebida como la “capacidad a priori para distinguir el Mal […] y como principio último del juicio, en particular, del juicio político: es lo que interviene muy visiblemente contra un Mal identificable a priori […]”[1]. Así, el derecho mismo es ante todo el derecho “contra” el mal. Se puede resumir la ética moderna en tres puntos cardinales: 1) supone un sujeto humano en general, 2) define el Bien a partir del Mal, 3) los derechos del hombre son los derechos al no Mal, a no ser maltratado ni en su vida, ni en su cuerpo, ni en su identidad cultural. Respecto a las consideraciones anteriores, Badiou dice que se ha olvidado que no existe un hombre en general. Foucault ya nos había enseñado que lo que llamamos hombre es un “concepto histórico y construido, perteneciente a cierto régimen de discurso, y no una evidencia intemporal capaz de fundar derechos o una ética universal”[2]. Por su parte, Althusser abogaba por una historia concebida como un proceso racional regulado, proceso que carecía de sujeto.
 De aquí se desprendía que el humanismo de los derechos y la ética abstracta no eran sino construcciones imaginarias[3]. Asimismo, Lacan consideraba necesario hacer la distinción entre el sujeto y el Yo y ponía en cuestión la idea de una identidad natural o espiritual del hombre[4]. Suponiendo que se desconocieran las tesis anteriores, la ética moderna es digna de critica por el hecho de que al Hombre se le confiere una definición negativa y se le presenta como una víctima. Con ello se identifica al Hombre con un simple animal mortal, lo que impide pensar la singularidad de las situaciones. Badiou, siguiendo a Varlam, considera que si el Hombre no es otra cosa que un animal sufriente, se trata, en todo caso de “una bestia que resiste de una manera muy diferente que los caballos: no por su cuerpo frágil, sino por su obstinación en persistir en lo que es; es decir, precisamente otra cosa que una víctima, otra cosa que un ser-para-la-muerte, o sea: otra cosa que un mortal”[5].
Por otra parte, al definir el Bien a partir del Mal, se obtiene como resultado que “toda tentativa de reunir a los hombres en torno a una idea positiva del Bien […] es en realidad la fuente del mal mismo”[6]. Es decir, toda la idea de justicia o igualdad termina de forma catastrófica, pues invariablemente vira hacia lo peor. Así, el socialismo siempre terminará en una dictadura o en un régimen totalitario. Finalmente nos dice que la ética moderna que se presenta como defensora de los derechos del hombre, es decir, como la ética del reconocimiento del Otro, no es más que otra forma de ordenar el pensamiento bajo la lógica de lo Mismo. Para llegar a esta conclusión, la de la ética ordenada bajo la lógica de lo Mismo, explica el proyecto ético de Emanuel Lévinas.  Lévinas consideraba que el orden del pensamiento occidental estaba regido por la lógica de lo Mismo. Bajo esta lógica era imposible lograr un lazo con el Otro. Según Lévinas, esta forma de ordenar el pensamiento es de origen griego. Por lo tanto, resultaba necesario orientar el pensamiento hacía un origen no griego que propusiera “una apertura radical y primera al Otro, ontológicamente anterior a la construcción de la identidad”[7] y así es como toma como punto de apoyo la tradición judaica, cuya Ley impone la existencia de los otros.

Sin embargo, el proyecto ético de Lévinas requiere un sostén que compuesto por un principio de alteridad que trascienda la experiencia finita, principio al que Lévinas llama el Absolutamente-Otro, que en palabras de Alain Badiou, no es otra cosa que el nombre ético de Dios. En consecuencia, habrá ética en la medida en que haya Dios. Por lo anterior Badiou considera que “toda tentativa de hacer de la ética un principio de lo pensable y del actuar es de esencia religiosa”[8].  Además, el proyecto de Lévinas nos muestra que “extraída de su uso griego […] y tomada en general, la ética es una categoría del discurso piadoso”[9].  Ahora bien, podemos preguntar porque, pese a las consideraciones anteriores, la ética debe ser puesta en duda o que efectos negativos tiene sobre la sociedad. La respuesta es que al pretender suprimir o enmascarar su valor religioso se produce una confusión incomprensible[10]. Así pues, lo que parece ser un discurso de igualdad, en realidad es un discurso segregatorio. Badiou lo explica de la siguiente manera:

 “Una primera sospecha nos invade cuando consideramos que los apóstoles de la ética y el “derecho a la diferencia” visiblemente marcada se horrorizan por toda diferencia un poco marcada. Pues para ellos las costumbres africanas son bárbaras, los islamistas espantosos, los chinos son totalitarios, y así sucesivamente. En verdad este famoso “otro” es presentable únicamente si es un buen otro; es decir, ¿qué otra cosa sino el miso (sic) que nosotros mismos? ¡Respeto a las diferencias, claro que sí! Pero a reserva de que el diferente sea demócrata-parlamentario, partidario de la economía de mercado, sostén de la libertad de opinión, feminista, ecologista…Lo que también puede decirse así: yo respeto las diferencias en la medida en que quien difiere de mí respete exactamente como yo dichas diferencias”[11].

Así pues, la ética moderna puede calificarse como una religión disfrazada y aunque se pregona el derecho al no mal, la primacía de la tolerancia y respeto a las diferencias del otro, en realidad no se hace otra cosa que definir el `ustedes´ a partir del `nosotros´. Si la ética moderna es el derecho al no mal, se refiere entonces al Mal que ha sido definido por Occidente. Es por ello que los gobiernos totalitarios de Oriente son elegidos como la figura representativa de este Mal que ante todo, se debe impedir. Por otra parte, se preocupa  por hacer valer los derechos del hombre, pero que no deja en claro que el hombre o mejor dicho, a la figura de hombre a la que se refiere es la del hombre occidental.
La ética es el reconocimiento del Otro, si, pero en tanto este Otro sea, como dice Badiou, lo más parecido a nosotros. Así, tras el aparente bienestar colectivo que proponen, los derechos humanos ocultan los intereses particulares de unos cuantos.

Conclusión
La ética moderna es, una ética del hombre occidental y se es hombre en tanto se adquieran las costumbres occidentales. Por supuesto que puedes disfrutar de las bondades de los derechos humanos, pero siempre y cuando no te tires al suelo tres veces al día para hacer tus oraciones, no tengas más de una esposa y hables mi idioma. Tenemos una ética del Otro, pero el Otro como lo entiende Lévinas, es el hombre no occidental. El Otro, igual que el hombre, es un concepto construido. Un ejemplo de esta construcción son las exposiciones que se montaban en  Europa durante el siglo XIX; donde se lucían a pigmeos, pieles rojas y todo cuanto personaje exótico se encontrara. Todo aquel que no fuera europeo se mostraba como `lo diferente´ y de este modo se segregaba.  Se era un hombre en tanto que el color de era piel es blanco y  cuanto más oscura era la piel, más alejado se estaba de la humanidad.
La ética moderna puede compararse con un campo de cultivo. En este pueden germinar una gran variedad de plantas, pero en tanto que diferentes, cada una requerirá de cuidados particulares. Por ello, resulta más fácil preparar el terreno para obtener solo cierto tipo de vegetal. Si llega a crecer algún otro será una yerba mala, no porque sea mala en sí, sino porque no es la que se desea y porque no cumple con los requisitos que hemos establecido para que califique como un buen vegetal. Esto es lo que ha hecho Occidente, antes que construir una ética tomando en cuenta la singularidad de cada hombre, construyo una ética en función de un hombre que el mismo produjo. Es decir, adapto cierto concepto de hombre a la ética y no a la inversa. Occidente preparó el terreno de modo que sólo lo que crece dentro de sus límites tiene derechos y merece el calificativo de hombre. Aquello que salga de los cánones establecidos, pertenece al Mal y a la barbarie.


[1] Badiou, Alain, La ética, Herder, 2004,  p.32.
[2] Ibid, p. 28.
[3] Ver Badiou, Alain, La ética, Herder, 2004,  p.29.
[4] Idem
[5] Ibid, p. 36.
[6] Ibid, p.38.
[7] Ibid, p. 44.
[8] Ibid, p. 49.
[9] Idem.
[10] Idem.
[11] Ibid, p.50, (subrayados en el original).

La norma del gusto


Este trabajo expone la indagación de David Hume respecto a la posibilidad de establecer una norma del gusto. La empresa humeana se llevó a cabo en el siglo XVIII, siglo del movimiento cultural de la Ilustración. La Ilustración a su vez, trajo consigo un ideal: la emancipación del hombre y una de las manifestaciones de este proyecto ilustrado fue la estética. La estética o teoría de lo bello fue fundada por Baumgarten, que la definió como la ciencia del conocimiento sensitivo. De manera más específica se puede definir como la teoría del saber sensible que tiene por objetivo tratar de alcanzar la perfección del conocimiento sensible en cuanto tal y que se ocupa de estudiar ciertas relaciones y comportamiento del ser humano con algunos objetos (como pinturas o esculturas),  así como de las condiciones individuales y sociales en que se dan dichos objetos y comportamiento[1].
Un tema típico de la estética de los siglos XVII Y XVIII fue el gusto. Este tema fue abordado por diversos pensadores entre los que se encuentra David Hume. Hume es conocido primordialmente por su escepticismo acerca del conocimiento humano y sus investigaciones sobre la moral. Sin embargo, también abordo ciertas cuestiones sobre la belleza y el arte y aunque pudiera decirse que no aportó alguna innovación tan radical como en el ámbito epistemológico, su contribución a la estética no deja de ser importante. Sin más preámbulos, abordemos la problemática relativa a la norma del gusto.

1.     La diversidad de gustos

Ya se dijo que el siglo XVIII trajo consigo el proyecto de la emancipación del hombre y que una de las manifestaciones de este proyecto es el estudio la de la belleza y sus formas. En dicho estudio muchas veces se cuestionaban el valor de belleza de los objetos tales como pinturas, esculturas, obras arquitectónicas, etc. Y aunque se aceptaban ciertas obras como superiores a otras, los juicios emitidos estaban fundados siempre en la subjetividad y no existía unanimidad acerca del estándar de belleza.

Hume se pregunta entonces si existe la posibilidad de fijar un canon de belleza y se propone indagar sobre la posibilidad de ese canon o estándar de belleza y en caso de ser factible, determinar con base en que se ha de fijar[2]. Como primer paso en su investigación, Hume acepta que en términos generales existe un consenso respecto a aquello que es digno de elogio. Sin embargo, ese consenso desaparece cuando se tratan casos particulares.  Pero el problema no termina ahí, pues las divergencias existen incluso entre las personas que han sido educadas bajo idénticas condiciones y costumbres. Es decir, un gusto diametralmente opuesto no se da únicamente entre un francés y un inglés, sino que es posible también entre dos ingleses o dos franceses. Esta indefinición es caldo  de cultivo para disputas sobre el arte y los sentimientos que provoca. Por tanto, es natural  la búsqueda de una norma del gusto que permita zanjar las disputas respecto a los diversos sentimientos de los hombres.
Dicha norma es imposible de fundar en primera instancia por la gran diferencia entre juicio y sentimiento. ¿Qué significa esto? Que si bien por un lado “todo sentimiento es correcto porque […] no tiene referencia a nada fuera de sí y es siempre real en tanto un hombre sea consciente de él”[3], por otro, “no todas las determinaciones del entendimiento son correctas porque tienen referencia a algo fuera de sí, a saber, una cuestión de hecho y no siempre se ajustan a ese modelo”[4].  Esto tiene como consecuencia que puede haber múltiples opiniones acerca de cierta cuestión, pero sólo una será correcta. Basta con averiguarla y la polémica habrá terminado.
Pero en el caso de ciertos objetos, digamos un cuadro, puede despertar un sinfín de sentimientos diferentes y todos ellos serán correctos “porque ninguno de ellos representa lo que hay realmente en el objeto”[5], ya que Hume considera que la belleza no es una cualidad de las cosas mismas[6]. En consecuencia, la afirmación “me gusta” y “es bello” significan prácticamente lo mismo.

2.     Los principios de la norma del gusto
Con base en las observaciones anteriores, resulta evidente lo infructuoso que resulta cualquier discusión sobre el gusto y por tanto, buscar una norma que dicte los cánones de belleza es inútil, pues sería como tratar de encontrar el dulzor o amargor reales. Sin embargo, Hume insiste en que existe una especie de sentido común que se opone a la afirmación acerca a la concepción de una igualdad natural de gustos, ya que nadie consideraría igual de bello el aroma de una flor y el de una zanahoria. Deben existir por tanto, ciertos principios de aprobación y censura que son uniformes[7]. Resulta, que lo que llamamos bello responde a una preferencia compartida de los individuos, es decir, se deriva de una concordancia sistemática o por lo menos general en la inclinación por algo. Para hacer esas determinaciones hacemos uso de ciertas pautas o reglas que tienen su fundamento en la experiencia. Así pues, Hume procede a investigar cuales son las condiciones idóneas para emitir un juicio crítico y encuentra que son las siguientes:

2.1 Delicadeza del gusto

En primer lugar considera la disposición natural de los órganos. Existen ciertos hombres que tienen una predisposición a percibir mejor ciertas cualidades específicas de los objetos. Por ejemplo, si se sirve el mismo platillo a dos personas, uno dirá que está muy sabroso mientras que el de gusto delicado será capaz de decir que ingredientes se utilizaron.  Es por esa falta de unanimidad en la capacidad de distinción que los objetos no causan el mismo placer en todas las personas e incluso pueden terminar causando indiferencia.
Hume le da el nombre de delicadeza a esta capacidad de percibir los detalles. La delicadeza es necesaria para emitir un buen juicio estético porque si bien los objetos no tienen una belleza en sí, sí poseen ciertas cualidades que despiertan nuestros afectos y sentimientos, y dado que muchas veces estas cualidades están confundías entre sí, la delicadeza nos ayudará a distinguirlas mejor.

2.2 La práctica
Hume dice que “la misma habilidad y destreza que da la práctica para la ejecución de cualquier obra, se adquiere también por idénticos medios para juzgarla”[8]. Es cierto que la delicadeza de cada persona es distinta pero, igual que las artes como la pintura o la escultura, tiende a incrementarse y mejorar por medio de la práctica. Un principiante no percibirá todos los matices en un cuadro mientras que un crítico experimentado será capaz de percibir una cantidad mayor. Así pues, cuanta más experiencia, en este caso, cuantos más años se tenga observando cuadros, más confiable será su juicio sobre las cosas. 

2.3 La comparación.
La continua práctica de la contemplación de las cosas hace que uno se sienta obligado “a comparar entre sí las diversas especies y grados de perfección y a estimar la proporción existente entre ellos”[9]. Ahora bien, cuanto mayor sea el número de bellezas vistas mayor será la precisión del juicio emitido. Esto se debe a que “el objeto más acabado del que tenemos experiencia se considera de modo natural que ha alcanzado la cima de la perfección”[10]. Así pues, un crítico que ha visto el David de Miguel Ángel tendrá como paradigma de belleza de las esculturas, la obra del artista italiano y alguien que sólo ha contemplado esculturas de artistas locales, tendrá como paradigma la que haya considerado más bella.

2.4 La libertad de prejuicios
Todo crítico debe tener su mente libre de prejuicios y nada ajeno al objeto mismo debe influir en sus consideraciones acerca de él.  Hume pone el siguiente ejemplo: supongamos que un orador con el que estoy enemistado presenta cierto discurso frente a una audiencia. Para poder emitir un juicio que no estuviera viciado, debería olvidar mi enemistad con el orador. Otra cosa importante tomar el punto de vista  que la obra requiera para evitar descontextualizarla. Siguiendo con el ejemplo anterior, el discurso no debería ser juzgado en términos del contenido sino del público al que está dirigido y el fin que persigue. Cuando estos criterios no se siguen, el gusto del crítico perderá toda autoridad y su juicio no tendrá mayor valor.

2.5 Buen sentido
El prejuicio “es destructor de los juicios sólidos y pervierte todas las operaciones de las facultades intelectuales”[11]. Para evitar que esto suceda es necesario contar con un buen sentido. Esta facultad permitirá controlar el influjo de los prejuicios que debilitan la solidez del juicio. Con el buen sentido, Hume termina el listado de cualidades propias de un buen crítico, aquel que podría establecer su norma de belleza como la norma absoluta tal como dice en el siguiente fragmento:
“Solamente pueden tenerse por tales a aquellos críticos que posean un juicio sólido, unido a un sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio; y el veredicto unánime de tales jueces dondequiera que se les encuentre, es la verdadera norma del gusto y de la belleza”[12].
Sin embargo, el de Edimburgo admite que es muy difícil encontrar tales críticos e incluso distinguir a los verdaderos de los impostores.



Conclusión
Aunque las facultades que conforman la norma del gusto son perfectibles, es casi imposible desarrollar todas al máximo y por ende, también resulta casi imposible establecer una norma del gusto. Así, pese a que todas las reglas del arte se encuentran en la experiencia y en la observación de los sentimientos comunes de la naturaleza humana, los sentimientos de los hombres no se adecuan siempre a las mencionadas reglas. Aún cuando se pudiera conseguir instituir alguna, ésta estaría relativizada en cierta medida por los diferentes temperamentos de los hombres y los hábitos propios de las épocas y países particulares, en especial, los morales. A manera de colofón, diremos entonces que una norma del gusto que sirva como paradigma para determinar la belleza de cualquier objeto es inalcanzable. Y aunque con base en las condiciones anteriormente dadas, si se puede hacer un juicio estético válido, éste nunca podrá ser necesario.









Bibliografía
Hume, David, La norma del gusto y otros ensayos [traducción de María Teresa Beguiristain], Barcelona, Península, 1989, pp. 23-52.
--------------------, Tratado de la naturaleza humana Tomo II y III, Gernika, México, 2008, pp. 37-47.


[1] Ver, Sánchez Vázquez, Adolfo, Invitación a la estética, debolsillo, México, 2007, p.24.
[2] Es pertinente tener en cuenta dos cosas acerca del pensamiento de Hume: su posición empirista y su psicologismo.  Recordemos que el empirismo es la corriente filosófica que afirma que todo el conocimiento deriva de la experiencia, la cual se entiende como la información proporcionada por los órganos de los sentidos. Este es el gran dogma o estandarte del empirismo, que todo conocimiento por mínimo que sea, se funda en la experiencia. Así pues, Hume no buscara establecer el criterio del gusto mediante razonamientos a priori o conclusiones abstractas del entendimiento sino  recurriendo a la experiencia y observación de los sentimientos comunes de la naturaleza humana. Por su parte,  psicologismo permea el problema de la norma del gusto, ya que lo que el espectador de la obra de arte reciba tendrá que ver con lo que tiene dentro y con la configuración de su mente.
[3] Hume, David, “La norma del gusto” en La norma del gusto y otros ensayos, Península,  Barcelona, 1989, p.27.
[4] Idem.
[5] Ibid, p.27.
[6] Respecto a la belleza en Hume  conviene señalar tres cosas: en primer lugar, Hume no considera que la belleza sea una propiedad objetiva de las cosas, ya que existe solo en la mente que las contempla, por lo que cada persona contemplara una belleza diferente. En segundo lugar, que relaciona la belleza a aquello que nos proporciona deleite, satisfacción o placer. Hume no duda en afirmar que el placer no es solo un acompañante de la belleza, sino que constituye su fundamento. Sin embargo, se debe distinguir entre el placer que nos produce una copa de vino, que sería un placer puramente hedonista, y el placer que nos provoca la belleza de una composición musical, que sería un placer estético. Finalmente, que la belleza deriva también de la conveniencia o utilidad, por ejemplo, una casa será más bella si cumple con su función de ser habitable. (Ver Hume, David, Tratado de la naturaleza humana, Gernika, México, 2008, pp. 41).

[8] Ibid. p. 37
[9] Ibid, p.38
[10] Ibid, p.39
[11] Ibid, p.41.
[12]Ibid, p.43.

La critica de Schiller al proyecto ilustrado


Vamos a exponer la crítica schilleriana al fundamento del proyecto ilustrado de emancipación global del hombre. Este proyecto se lleva a cabo durante la Ilustración, “periodo histórico circunscrito, en general, al siglo XVIII y extendido sobre todo en Alemania, Francia e Inglaterra”[1]. Una de las características más notables de la Ilustración era el optimismo por el poder de la razón. Este optimismo conducía a la confianza de poder reorganizar la sociedad mediante principios racionales.  Asimismo, la razón se presentaba como el instrumento que permitiría actuar sobre la Naturaleza y llevar a cabo un dominio efectivo sobre ella. De esta manera se posibilitaba la libertad, la felicidad perfecta del hombre y el progreso hacia lo mejor.  Otra parte importante del proyecto era la creencia en la formación y desarrollo plural de cada persona, lo que permitiría alcanzar la libertad política.
Friedrich Schiller estaba de acuerdo en que era posible la construcción de una libertad política e incluso consideraba que la obra artística más perfecta de todas era la construcción de una verdadera libertad política[2]. Sin embargo, para Schiller la humanidad se encontraba lejos de poder alcanzarla y lo único que veía es una sociedad aquejada por diversos males. Esto era resultado de la confianza excesiva en la razón, lo que había terminado por oprimir la parte natural del hombre. Así, la razón estaba lejos de darle libertad y felicidad antes bien lo tenía hundido en un estado mecanicista. A este estadio responde su crítica al proyecto ilustrado que presenta en sus Cartas sobre la educación estética del hombre[3]

La crítica al proyecto ilustrado.

Schiller nos dice que si la Ilustración consideraba factible la felicidad perfecta y la emancipación global del hombre, lo único que se ve en la sociedad es salvajismo y apatía, los dos extremos de la decadencia humana[4]. Además, la ilustración del entendimiento ha tenido poco influencia ennoblecedora sobre los sentimientos y más bien ha tenido un influjo negativo sobre ellos. Aunque la época presenta grandes avances en los campos de la técnica, la ciencia y las artes, paradójicamente, los hombres distan de ser un ejemplo de humanidad. Por esta razón no deben sobrevalorarse los logros ni perder de vista que la Ilustración y la ciencia se han quedado como un progreso meramente teórico. Basta con echar una mirada a la sociedad para darse cuenta que la perversión, el abatimiento, la pereza y brutalidad son  sólo algunas de sus características.
Así, el hombre se muestra insensible ante un momento tan generoso y su libertad interior no se compara con la libertad exterior. Dicho sea con otras palabras, el hombre no está a la altura de su tiempo. Comparados con los  griegos, ejemplo de lo individual en la Antigüedad donde cada persona era una pequeña totalidad, el hombre moderno es un fragmento, a tal grado que “hay que consultar individuo por individuo para reconstruir la totalidad de la especie”[5]. La sociedad es admirable en su conjunto pero poco digna en lo particular, como un árbol de follaje hermoso pero cuyos frutos están podridos. ¿Cómo es posible esta disparidad entre la generalidad y la particularidad? ¿Por qué la especie es superior a los individuos?  
Schiller dice que la situación es una consecuencia del dominio de los intereses utilitarios materialistas y políticos[6] en la sociedad actual. Otra de las causas es que la función se ha convertido en la medida del hombre[7] y como resultado, se ha abandonado el desarrollo de la totalidad de las facultades en favor de aquella que les da más honra y provecho. Finalmente, se debe a que la pereza se ha apoderado de la sociedad y ha delegado a otros la responsabilidad de pensar. Por lo anterior, Schiller piensa que la humanidad está lejos ser el fundamento de una mejora moral del Estado y en tanto no se resuelva la escisión del hombre interior y desarrolle su naturaleza, el Estado perfecto no estará al alcance, pues este es producto de una sociedad mejor y no a la inversa.
Ahora bien, ¿cuál el origen de los males? ¿A qué se debe que sigamos siendo barbaros? ¿Por qué el ideal de emancipación global del hombre está tan distante? Lo primero que debe tomarse en cuenta es que antes de mejorar la sociedad debe mejorar el individuo, lo que sólo es posible una vez que ha vencido el conflicto de sus impulsos. Claro que el hombre puede conseguir un dominio sobre la naturaleza pero antes debe dominarse a sí mismo. Resulta que el hombre es una criatura más de la naturaleza pero se distingue porque posee la razón.
Mediante el uso de esta facultad “puede trasformar la obra de la necesidad en una obra de su libre arbitrio y elevar la necesidad física a necesidad moral”[8]. Esto tiene como consecuencia que el hombre se encuentre entre la necesidad de la naturaleza y la libertad de la voluntad. Es decir, el hombre es un ser natural pero también un ser moral. De la dicotomía entre ambas concepciones se desprende que todo Estado natural[9] “contradice al hombre moral, para el que la simple legitimidad debe servir de ley; pero es suficiente para el hombre físico, que se da leyes sólo para transigirlas con el uso de la fuerza”[10]. Esta oposición crea un conflicto, pues si se anula el Estado natural en favor del Estado moral, se pone en riesgo lo existente por algo que sólo es posible, pues “el hombre físico es real y el hombre moral sólo problemático[11]. Por eso cuando la razón anula el Estado natural “le quita al hombre algo que realmente posee y sin lo cual nada tendría, indicándole a cambio de ello algo que pudiera y debiera poseer”[12].
Dado que la sociedad física no puede detenerse ni siquiera un instante en el tiempo y puesto que la sociedad moral no debe, por amor a la dignidad del hombre, poner en riesgo la existencia de la sociedad física, se debe reparar el mecanismo del Estado en movimiento. Es decir, para alcanzar el ideal de un Estado perfecto, se debe buscar antes un apoyo que sea lo bastante sólido como para permitir la independencia del estado natural pero sin que ello implique poner en riesgo al hombre físico. Este sostén no está ni en el carácter natural del hombre ni en el carácter moral, pues uno es egoísta y violento y el carácter moral tiene antes que formarse en la idea.
Esta observación es ignorada por el proyecto ilustrado y en tanto no se solucione, el Estado ideal nunca podrá llevarse a cabo.  ¿Qué se debe hacer entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Cómo ha de de ser posible la construcción de esa obra de arte que es la libertad política? La respuesta es un tercer carácter que relacione al hombre moral y al hombre físico. De esta manera se tiende un puente entre el dominio de las fuerzas y las leyes sin entorpecer al carácter moral en su desarrollo y que sirve de garantía sensible de la invisible moralidad. Para la formación de este tercer carácter resulta indispensable la educación de la sensibilidad.
Dicha educación resulta necesaria para que el hombre pueda desarrollarse a plenitud, pues si bien es cierto que debe cultivarse el entendimiento, para Schiller el camino hacia la cabeza tiene que abrirse a través del corazón. En este sentido, el arte se convierte en una pieza fundamental del proyecto schilleriana, pues es el arte bello el que forma y refina los sentimientos.  De lo anterior se desprende que si se quiere resolver el problema político de la época, “hay que emprender el camino a través de lo estético […] porque es a través de la belleza como se llega a la libertad”[13].


Schiller no critica al proyecto ilustrado porque sus ideales le parezcan absurdos o inalcanzables, sino porque ve una falta de conciencia de la época, que está sumida en una especie de conformismo y cree que el ideal ilustrado ya se logró. Por supuesto que todos los adelantos y el progreso que ha traído consigo son bienvenidos, pero se debe tener el cuidado de valorarlos en su justa medida.
No debe pensarse que la empresa que se propuso la Ilustración ha sido conquistada ni seguir viviendo bajo el espejismo de que basta la razón para asegurar un buen porvenir. Antes bien deben corregirse los errores en los que se pudiera estar cayendo y que podrían traer consecuencias perjudiciales. Por ejemplo, la confianza desmedida en la razón y la sobrevaloración de sus logros ha conducido a la sociedad al estado en que se encuentra.  La Ilustración, olvidando que el hombre también es un ser natural que está dominado en su mayoría por los instintos, ha restringido el desarrollo únicamente a la parte exterior del hombre. Por eso es tan importante la educación del hombre, especialmente la educación de su sensibilidad, pues el hombre común y corriente no es pura razón, también es sentimientos y pasiones. La educación de éstos permitirá movernos libremente hacia los objetivos planteados. Sólo en tanto que se desarrollen todas las facultades del espíritu se podrá asegurar que el proyecto ilustrado llegue a buen puerto, pues tal como dice Schiller, las fuerzas aisladas del espíritu producen hombres felices, pero sólo un desarrollo equilibrado de todas las facultades podrá producir hombres felices y perfectos. De lo contrario, la cultura, el desarrollo y las bondades de la razón quedarán como algo meramente teórico y sin relación con el hombre; lo que desembocará en una sociedad fragmentada.







Bibliografía
-  Ferrater Mora, José, “Ilustración”, en Ferrater Mora, José, Diccionario de Filosofía, tomo I(A-D) [nueva edición revisada, aumentada y actualizada por el profesor Josep María Terricabras] 3ra reimp, Ed Ariel, Barcelona, 2004, pp.1761-1763.
-  Marchán Fiz, Simón. La estética en la cultura moderna, Alianza, Madrid, 2000, pp. 9-40.
-  Schiller, J.C.F., Cartas sobre la educación estética del hombre, [ Trad. del alemán por Vicente Romano García ], Aguilar, Argentina, 1981, pp. 9-68.


Bayer, Raymond, Historia de la estética, FCE, México, 2002



[1] Ferrater Mora, José, “Ilustración”, en Ferrater Mora, José, Diccionario de Filosofía, tomo I(A-D) [nueva edición revisada, aumentada y actualizada por el profesor Josep María Terricabras] 3ra reimp, Ed Ariel, Barcelona, 2004, pp.1761-1763.
[2]Ibid, p.27.
[3] Conviene mencionar que a diferencia de otras obras estéticas, la de Schiller no se limita a la producción del arte, ni a la fundamentación de juicios de gusto,  sino que se extiende hasta la localización de lo estético en la sociedad y las condiciones de posibilidad del arte de vivir en la modernidad.
[4] Ver Schiller, J.C.F., Cartas sobre la educación estética del hombre, [ Trad. del alemán por Vicente Romano García ], Aguilar, Argentina, 1981, p.39.
[5] Ibid, p.42
[6] Recordemos que como hombre de negocios, la moneda, las riquezas, el valor, el interés y la utilidad son categorías indisociables de la naturaleza racional del burgués.
[7] Ibid, p.45.
[8] Ibid, p.30.
[9] Este Estado natural es según Schiller, “el cuerpo político que extrae su organización de fuerzas y no de leyes”.
[10] Schiller, J.C.F., Cartas sobre la educación estética del hombre, [ Trad. del alemán por Vicente Romano García ], Aguilar, Argentina, 1981, p.32.
[11] Idem
[12] Idem
[13] Ibid, p.30.